jueves, 7 de diciembre de 2006

CAPITULO UNO: LA FERIA

Yo ya me había acostado con ella y antes de que me tocase la lotería. No fueron más que un par de veces, y un tanto casuales, pero siempre fueron un buen recuerdo y nos facilitaron el camino de lo que vino después.
De chavales habíamos sido novietes y habíamos pasado juntos alguna tarde especialmente entretenida en la discoteca o habíamos ido alguna tarde al cine sin que la película tuviera el más mínimo interés para nosotros. Siempre me gustó, su pelo siempre muy corto y de un color llamativo, alta y estilizada pero un tanto entrada en carnes frescas y tiernas. Eso era lo que más me gustaba de ella, sus carnosos mofletes tenían un levísimo subibaja al andar que daban ganas de pellizcarles o de darles un mordisco. Sólo había algo que me gustaba más que sus mofletes, sus pechos, claro. “Bailarines”, me decía yo cada vez que me encontraba con ella por la calle. Sobre todo si venía de frente.
Nuestro primer escarceo sexual fue durante las fiestas. La noche anterior yo había estado viendo los fuegos artificiales con su hermana en las inmediaciones del polideportivo. Llegábamos tarde y sólo quedaba buen sitio junto a la pared exterior del frontón. Ella fue a apoyarse pero no quiso mancharse y me apoyé yo. Ella se colocó delante de mí. Sólo cinco minutos más tarde se dejó caer lentamente hacia mí, apoyando primero su espalda y el resto de su anatomía sólo unos minutos más tarde. Y me excité. Me excité mucho y ella no tardó en notarlo. Sin separarse se volvió, sonrió y empezó a mover sus caderas lenta y discretamente, sin llamar la atención, en repetidos círculos, apretándose contra mí. Yo acerté a levantar mis manos, pasarlas por debajo de su blusa y acariciarle los pechos una y otra vez, eternamente, no dejé ni un milímetro sin repasar mientras le besaba el cuello y la nuca. Cuando todo acabó nos reintegramos al grupo de amigos sin hacernos ningún comentario.
Allí estaba ella, enseguida destacaba su cabeza de color zanahoria, con evidente mal humor. Intranquila por la prologada ausencia de su hermana se había enfadado y se había autoexcluido del grupo que formábamos los demás. Se marchó con muchos aspavientos y dándonos la espalda se acodó en la barra del bar y pidió un cubalibre. Y luego otro, momento en el que yo me acerqué.
Me la llevé al parque para que no siguiera bebiendo, a las espaldas de la verbena donde estaba medio pueblo. Apenas llegamos, se tumbó cuan larga era en un banco. Intenté hablarle pero no me contestaba, sólo fruncía el ceño y volvía la cabeza para el respaldo del banco. Cansado de hablar y de tratar de razonar me senté en el suelo, delante de ella, apoyando mi espalda en el borde del asiento del banco. De pronto calló y puso su mano en mi hombro. La dejó bajar lentamente, no sin cierta inseguridad, por mi pecho, rascándome dulcemente y sin complejos con la uña en la tetilla, terminando por abrazarme levemente. Siguió bajando hasta mi pantalón. Ahí dejó la mano, apretando y acariciándome entre las piernas. La miré y me sonreía y lloraba a la vez. Yo no quería levantarme para no cortar aquel momento pero me sentí obligado a intentar besarla. Ella me lo impidió mientras con destreza bajaba mi cremallera e introducía la mano. Eché la cabeza atrás y me besó sin que yo me atreviera a oponerle resistencia.
Cuando todo acabó me cogió mi mano y la puso sobre su pecho, noté cómo temblaba, cómo se endurecía y cómo vibraba. Quería que la apretara y la besara, pero oímos a lo lejos unas voces y unas risas.

-Esto no ha pasado, me oyes, nunca, no ha pasado- cortó con seriedad.

Nos fuimos y, efectivamente, nunca hablamos de ello. En un par de semanas la universidad me reclamaría y nuestras vidas seguirían caminos distintos. Cuando volvimos a vernos habían pasado varios años y aparentemente ambos éramos profesionales que regresábamos a nuestro pueblo aprovechando una época de bonanza económica. Diversas empresas se estaban estableciendo y la construcción vivía un época dorada. Yo empecé a trabajar en el gabinete económico de uno de los potentados del pueblo y ella... Los chalés adosados, esa plaga que inunda la España burguesa, crecían por todo el pueblo. Yo me compré uno y cuando me trasladé a él descubrí que ella era la vecina de al lado.