viernes, 8 de diciembre de 2006

CAPÍTULO DOS: Los cuadros

Confieso que me quedé un tanto cortado cuando me enteré que iba a vivir a mi lado la chica con quien tantos años atrás había descubierto el amor y el sexo. Yo acababa de volver al pueblo, me estaba instalando en mi reluciente adosado y acababa de descubrirla tomando el sol en la terraza de al lado. Y bien ligera de ropa, vive Dios.
No sé si tardé en conocerla porque me dediqué a contemplarla o la contemplaba porque me era imposible conocerla. Me la encontré sentada en aquella silla de madera exótica, con gafas de sol y una enorme pamela casi tapándole la cara por completo, con los pechos al descubierto, a duras penas tapados por un finísimo pañuelo que le caía desde los hombros. Y sólo a tres metros de mí..... Me quité la camisa y estuve diez minutos escrutándola con delectación, observando aquellos pies delicadamente tatuados, las uñas pintadas de rojo fuego, una cadena en el tobillo izquierdo, los muslos, las generosas caderas.....
Desempaqueté cuidadosamente mi colección de copas de cristal, lavé una y descorché un Valbuena del 98. Fino, elegante, carnoso, fresco, largo y con una excelente persistencia, me pareció el acompañamiento ideal para celebrar aquella visión. Imposible saber quién era pero no me aburría de mirarla con descaro a pesar de que ella ya me tenía que haber visto... Y oído, de mi terraza salían sin complejos las notas del Cuarteto de Cuerdas número uno de Luigi Boccherini interpretado por el cuarteto Esterházy. Jaap Schröder y Alda Stuurop atacaban al violín uno de los pasajes más hermosos, pero si en mi pantalón había empezado a surgir un impetuoso bulto no era por ellos ni por Boccherini.
De pronto ella se levantó y usando la pamela para esconder discretamente sus pechos se dirigió a mí y antes de que pudiese disimular me llamó repetidamente por mi nombre. Cuando absolutamente sorprendido respondí afirmativamente se quitó las gafas de sol, levantó los brazos hacia mí y el sombrero cayó mansamente al suelo sin que nadie hiciese nada por impedirlo. Apoyados sobre la barandilla que nos separaba nos abrazamos intensamente. Yo notaba claramente sus carnosos pechos dándome calor y adhiriéndose fieramente a mi piel, notaba la presión de su respiración y el leve ascenso cada vez que tomaba aire, no habría querido soltarme de aquel abrazo por nada del mundo. Cuando por fin se separó me dijo que me encontraba tan joven como siempre, me miró de arriba abajo para comprobarlo, reparó en mi pantalón y dijo algo de lo lanzado que yo siempre había sido. Sonreí torpemente y bajé la cabeza avergonzado.
Teníamos mucho de qué hablar y me hizo pasar a su casa. La verdad es que me hice de rogar un tanto, más que nada para no parecer tan interesado como estaba. Me abrió sin esperar a que llamara, se había puesto una batita japonesa casi tan transparente como el pañuelo con el que un rato antes había pretendido tapar sus senos y me hizo pasar hasta el salón. Nos sentamos no sin habernos dado otro par de sonoros besos y pasamos a hablarnos de nuestras respectivas vidas. Yo le conté por qué caminos había transcurrido mi vida y cuando le pregunté por la suya esquivó con cierta torpeza el dato, aludiendo nerviosamente a nuestras correrías de juventud. Se inclinó sobre la mesa y me enseñó un motón de fotos que parecían a punto de colocar en el álbum que allí estaba.
Me acerqué a ella para verlas. La observé mientras señalaba las fotos: tenía el pelo extremadamente corto, aún conservaba ese estilo garçon que siempre me había absorbido el seso. De pronto se acordó de algo, se levantó al armario de enfrente y fue a cogerlo. Tuvo que ponerse de puntillas y estirarse, la bata japonesa se subió en aquel intento y me proporcionó una generosa visión de su culo, redondo, carnoso y prieto. Unos años atrás yo no lo habría dudado y me habría lanzado sin miramientos, pero ahora, con tanto tiempo pasado en medio, no sabía cómo obrar y eso que la tentación era grande y largamente mantenida en el tiempo, que ella no lograba encontrar lo que buscaba y yo no podía apartar la vista de aquellas redondeces, tan generosamente expuestas ante mí gracias a un minúsculo tanga que se había introducido entre los dos glúteos. Tenía que reprimirme las enormes ganas de ir hacia ella y amasar con dulzón placer aquellas posaderas tan suaves y deseables, dispuesto a emplear en ello todo el tiempo que me sobraba en la vida.
Ah, ya sé dónde están- dijo.
Salió precipitadamente a buscar algo, dejándome sólo en el salón. Mientras esperaba observé los cuadros que estaban sobre el aparador. Me di cuenta a la primera: eran dos desnudos de Reviro, uno de los pintores más cotizados, más caros y más comentados entre las nuevas generaciones de entendidos por la delicadeza del trazo y sus juegos de sombras y colores. Iba a hacer un gesto de sorpresa cuando me fijé más detenidamente en la cara del primer desnudo: Era ella, sentada en aquella misma silla que yo había visto en la terraza. Y al lado, en el otro cuadro otro desnudo. Su hermana y ella, de espaldas, asomadas a un balcón pero mirando hacia atrás. Dos culos casi mellizos y uno de ellos lo acababa de tener yo ante mis ojos.
Disimulé, ella bajaba, sus tacones lo anunciaban contundentemente.